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La revolución de la vida cotidiana para uso de las generaciones de Occupy Wall Street

Había una vez en que veinte mil personas descendieron a Wall Street, la ocuparon sin violencia y ganaron exactamente lo que demandaban.


Por Al Giordano
The Field

12 de octubre 2011

Había una vez en que veinte mil personas descendieron a Wall Street, la capital del capital, la ocuparon sin violencia y ganaron exactamente lo que demandaban.

Esto no es un cuento de hadas. Sucedió en realidad.

Esta es la historia de cómo sucedió. Y también es la historia de uno de esos 20,000 ocupantes y sobre cómo el haberse sumergido en esos acontecimientos a una edad tan temprana cambió el rumbo de su vida. Estas palabras están dedicadas y dirigidas a gente no tan distinta a él: cualquier y cada individuo que actualmente ocupa Wall Street, o cualquier otro lado, o a cualquiera que esté pensando en hacerlo.

La verdad es que simultáneamente están sucediendo dos “ocupaciones”; una es la que los medios están reportando, muchas veces de mala forma, la cual es el espectáculo de la sociedad, y la otra es la ocupación más privada y personal de cada individuo involucrado. La espectacular protesta puede no saber, o no articular coherentemente su propia demanda o demandas más que cualquier lista de supermercado de causas y problemas inmateriales. Pero eso no debe impedir que cualquier persona involucrada conozca, acepte o avance hacia las demandas personales que lo llevaron a ocupar Wall Street en primer lugar.

Amable lector, Wall Street no solo está en su cartera: Está en todo lo que posee, renta, utiliza, le prestan, encuentra o roba. También está en las “identidades” y papeles que ponemos y quitamos de cada parte de nuestras vidas cotidianas. Y uno no se debería preocupar tanto por la policía en la calle -hay tácticas reconocidas para trabajar alrededor de eso, desarrolladas por los pioneros de la noviolencia, disponibles para cada persona que quiera aprenderlas- como por el policía que está en la cabeza propia. También hay tácticas disponibles para hacer que la fuerza de la policía -el ejército invasor en nuestros más profundos pensamientos y miedos que dicta nuestro propio comportamiento, oficiales de la psique que todos tenemos, a través de nuestros temores, invitado a nuestras mentes y corazones- se retire e incluso desaparezca.

Acerca del Wall Street en cada uno de nosotros y la búsqueda para liberarnos de él: En los años que llevaron a la huelga general que sacudió París, y gran parte de Francia, en 1968, el situacionista Raoul Vaneigem publicó La Revolución de la vida cotidiana (Traité de savoir-vivre à l’usage des jeunes générations en francés). Fue escrito para una generación que había sido educada bajo la dialéctica hegeliana de los escritos marxistas, y juega considerablemente con ese estilo de forma que muchas veces no es fácil que generaciones que crecieron con televisión por cable e internet puedan leer. Vaneigem y otros de la Internacional Situacionista desarrollaron estrategias y tácticas para recuperar el terreno y los placeres de la vida cotidiana al mismo tiempo que destruían la ilusión creada por “el espectáculo” (lo que podría ser llamado “los medios”, hablando en lenguaje twittero) que apoyó a un sistema económico destructivo.

Si tratáramos de poner algunos de los conceptos clave en el lenguaje twittero (es decir, en frases de 144 caracteres o menos), podríamos decir:

Ocupen su vida cotidiana. Ocupen su cuerpo. Ocupen su casa. Ocupen su edificio. Ocupen su vecindarios. Ocupen SU CALLE. ¡Ocupen su cabeza! Ocupen sus medios. Ocupen su escuela. Ocupen su trabajo. Ocupen su tiempo. Ocupen su espacio. ¡Ocupen la historia de su vida! Sí, requiere la colaboración de otros para recuperar esos terrenos. Pero esos no son los que ya se están manifestando. Son el auténtico 99 por ciento. Los que ya están a tu lado.

O tal vez no estén a su lado. En un lugar en donde la industria publicitaria grita que “todos estamos conectados”, es solo para distraer de la alineación impuesta por una sociedad tecnológica sobre “mediada”. Tal vez su familia, su relación, su salón de clase, su lugar de trabajo, su casa, su edificio o sus vecinos están tan atrapados en la disfunción y en la cadena alimenticia de la dominación de una persona sobre otra que todo dentro de si grita por una SALIDA y que debes salir y encontrar el lugar en donde veas el camino para sacar a Wall Street de tu cuerpo, al policía de tu cabeza, y la soledad impuesta de residir en el “paraíso” tecnológico de su adolorado corazón. Tal vez, solo tal vez, eso es lo que le lleva a ocupar Wall Street.

Déjenme contarles sobre el chico que una vez ocupó Wall Street. Algunos de mis amigos lo conocen. Y no, su nombre no es Steve Jobs.

La ocupación de Wall Street que ganó

La ocupación de Wall Street que ganó sucedió el 28 y 29 de octubre de 1979, y en caso de que no lo crean, aquí está el cartel que los llevó ahí:

El cartel fue hecho antes de que existiera Photoshop. Pueden ver que las letras no están parejas. Fueron pegadas en un diseño de 58×43 centímetros con cera caliente. En el papel del cartel había solamente dos colores, negro y verde, para ahorrar costos. Entonces no había fotocopiadoras a color. Tenía que ser producido en una imprenta. El acontecimiento no tuvo página de Facebook ni cuenta en Twitter. Entonces ¿cómo llegaron 20,000 ocupantes a Wall Street? Para difundir la convocatoria, los organizadores comunitarios visitaron a cada uno, hicieron llamadas desde teléfonos fijos, pegar estampas a sobres, y pasaron el cartel y otros materiales de mano en mano.

¿Organización comunitaria? ¿Qué es eso? “Era como las redes sociales, solo que no había internet,” señala Renny Cushing, organizador y teórico de la ocupación: Llévalo a Wall Street de 1979. “Ibas a la casa de la gente, te sentabas alrededor de la mesa de la cocina. Escuchabas sus preocupaciones e ideas. Podías corregir la mala información que les llegaba desde los medios.”

Cushing había hecho esta organización en su pueblo natal de Seabrook, New Hampshire, en donde se inició la construcción de una planta doble de energía nuclear en 1976. De hecho, él y otros organizadores utilizaron la palabra “ocupación” para describir una creciente serie de acciones noviolentas en las que se arrestaron primero a 18 personas, luego 180, y luego 1414 por entrar ilegalmente al sitio de construcción nuclear. De ese movimiento local, surgió un movimiento regional, y pronto un movimiento nacional en contra de la energía nuclear con bases organizadas en donde existían o se habían propuesto instalaciones nucleares.

Ese cartel llegó hasta un camino rural en las montañas de Berkshire, Massachusetts. Un organizador comunitario de 19 años que recientemente había lanzado una campaña para cerrar la Planta Atómica Yankee en el pueblo de Rowe estaba aprendiendo a cortar madera para prepararse para el invierno próximo. Él no era de ahí. Era un chico de la ciudad de Nueva York que había dejado la escuela para volcarse el movimiento anti nuclear. Así que esto de cortar madera no era fácil. Era una de las habilidades fuera de su propia experiencia que tenía que aprender, entre otras, no solo para calentar su cabaña de 25 dólares por mes, sino para vivir igual que la gente local a la que quería organizar, otra cosa que los organizadores hacían.

¿Qué fue lo que aprendió de ese cartel? Que el domingo 28 de octubre habría una “manifestación legal”. Y que el lunes 29 de octubre habría “Desobediencia Civil noviolenta” en la Bolsa de Valores de Nueva York y que se requería “entrenamiento noviolento.”

La historia de este muchacho es tan solo una de las 20,000 otras historias de la ocupación de Wall Street más de tres décadas atrás.

La Capital del Capital

Él vio las dos direcciones en el cartel: La de la ex Alianza Clamshell y la de la liga de Resistencia a la Guerra en Nueva York. A él le encantaba la idea de la protesta y ocupación. Combinaba sus experiencias como joven de la Gran Manzana y como organizador rural, y trazó una causa común para ambas. Los problemas que había visto y conocido en cada lugar tenía causas económicas. El dinero paraba cuando comenzaba. Y cuando el sol cayó y tuvo que encender la estufa de madera, tomó su guitarra y empezó a escribir letras en un bloc de hojas amarillas y componer una canción para promover la acción: “Llévalo a Wall Street/en el pueblo de Nueva York /Sólo súbete a tu limusina y siéntate/Toma asiento en el intercambio con toros y osos/Es la capital del capital/El dinero termina ahí…

Escribió su primer verso sobre la lucha en la que estaba, la de organizar una resistencia civil popular en contra de una planta nuclear en operación en Berkshire. Escribió el segundo verso sobre cómo los bancos habían transformado su viejo barrio del Bronx (un proceso en el cual los especuladores mataban de hambre a un vecindario negando préstamos, creando barrios marginales, forzando la baja en los valores de la propiedad, para luego comprar las propiedades a un bajo costo antes de gentrificar el barrio con el fin de desplazar a los viejos habitantes con nuevas personas con más dinero y que pagan más). Y él hizo el tercer verso en la historia oral; sobre la Gran Depresión que había escuchado de sus abuelos, y su sufrimiento después del crac en la bolsa del 29 de octubre de 1929…

¿Dónde trazamos la línea/En contra de este tipo de violencia?/Es donde los Berkshires y Bronx hacemos nuestra alianza… ¡Llévalo a Wall Street!

Para el chico de 19 años, estas no eran cosas que aprendió en escuelas o libros. Eran parte de su experiencia de vida. Y cada una tenía sus raíces en el sistema financiero que ayudó a que unos pocos codiciosos tomaran de los muchos trabajadores. “Llévalo a Wall Street” tenía mucho sentido para mí. ¡Por qué no lo pensamos antes!

Así que uno o dos días antes de la manifestación de octubre tomó un autobús Greyhound a su ciudad natal para participar en la ocupación de Wall Street. Desde la terminal Port Authority tomó el metro al West Villaje y prácticamente corrió por la calle Bleeker con el estuche de su guitarra en una mano para subir las escaleras del número 339 de la calle Lafayette. La gente organizando la protesta ahí era en su mayoría más grande que él. Algunos lo habían entrenado en desobediencia civil noviolenta. Otros habían sido arrestados junto con él en las puertas de las instalaciones nucleares en Massachusetts, Vermont, New Hampshire y Connecticut. Otros lo habían escuchado cantar en pequeños cafés en Nueva Inglaterra, un hábito que no pagaba las cuentas como lo hacían el lavar platos, cocinar en restaurantes o la serigrafía, pero sin embargo así este chico había juntado el dinero suficiente para la renta y comida para poder seguir su pasión por organizar. En el lugar había de los “pesados” en el movimiento, algunos habían escrito libros o trabajado en escritorios de organizaciones de paz. También había de la típica gente de la “generación de los sesentas” que sintió que le caían mal. Ellos aparecían en las manifestaciones antinucleares con banderas teñidas, tratando de revivir, él suponía, el Verano del Amor, mientras él era de la generación punk rock que no creía en nada de esa mierda. Él aparecía en esas mismas marchas, recién salido de la peluquería, en una chamarra de leñador con un pin de la bandera estadounidense en la solapa tratando de hablarles sobre “involucrar a la gente real.” Sus ojos se ponían vidriosos. Él creía que la causa de ellos era también suya, pero no tenía un sentido de organismo en sus reuniones, o que su movimiento fuera también su movimiento.

Me imagino que justo ahora hay individuos ocupando Wall Street que sienten lo mismo: Se cree en una causa. Tal vez están acampando en el parque Zucotti, participando en grupos de trabajo, y han encontrado un pequeño rol en este asunto más grande. Pero tal vez encuentran que mucho del lenguaje, o preconcepciones, o formas de hacer las cosas de los activistas son un poco molestas o alienantes. Tal vez las reuniones de largos procesos de consenso le parezcan similares a las de las bolsas de valores: “Espacio inseguro, ¡vende!” “Ideología, ¡compra!” “Fíjate en lo que dices, ¡vende!” “Círculo de tambores, ¡compra!” “Usa una camiseta, ¡vende!” Nueva identidad a la venta, ¡compra!” “Mírame, compra, compra, ¡compra!” También hay Wall Streets y mercados en cada protesta.

Bueno, de vuelta al chico que había llegado a las escaleras de Lafayette 339. Él le mencionó a esos organizadores de las protestas de Wall Street que había escrito una canción para promover la manifestación. Algunos no mostraron interés en lo absoluto. Algunos otros de Nueva Inglaterra que conocían su música o su organización dijeron: “escuchémosla”, así que la tocó para ellos. Cuando terminó, el grupo aplaudió y lo invitó a que la tocara en el escenario durante la protesta, en donde Pete Seeger y otros cantantes de actualidad también se presentarían. Por su puesto que esto era muy emocionante para el chico. Ser parte de esto, tener un papel, ¡y uno grande!, en un movimiento mucho más grande que él. Estaría feliz con solo asistir y unirse al plantón en la bolsa de valores e ir a la cárcel de ser necesario. Poder volver a su ciudad y compartir sus propia canción con tanta gente lo llevó a un éxtasis casi imposible de contener. Esa noche utilizó su energía con un estuche abierto de guitarra en la calle MacDougal, cantando por monedas, y alentando a todos los que se detenían a que asistieran a la protesta del domingo.

El domingo llegó y para el mediodía 20,000 personas habían arribado a la ocupación Llévalo a Wall Street. (El NY Times había reportado que solo había dos mil personas; algunas cosas nunca cambian.) Él cantó su canción y a la gente pareció gustarle. Prestaron atención. Cantaron también. Aplaudieron (Después de todo, tener unos minutos en el escenario en un evento político no es garantía de que la gente no hable durante tu canción o discurso. Cuando se tiene la oportunidad de captar la atención, es mejor hacerlo entretenido o divertido para ellos. De otra forma estarían perdiendo su tiempo.) Se sintió activo, más parte del “movimiento” que antes.

Al día siguiente, cuando iniciaría el comercio en el edificio de la Bolsa de Valores de Nueva York, un ejército de policías de la ciudad rodearon cada entrada. “Grupos afines” de una docena o media docena de participantes -la célula organizativa de estas acciones- eligieron su entrada y se sentaron, como estaban entrenados a hacer. Algunos cantaron canciones de libertad de los movimientos por los Derechos Civiles. Otros se tomaron de las manos en silencio. Nuestro chico de 19 años tenía otro plan. Quería ser arrestado dentro de la bolsa de valores, en donde doce años antes la primera ocupación de Wall Street tuvo lugar, en 1967, cuando Abbie Hoffman llevó algunos reporteros consigo en lo que entonces era el tour del edificio para turistas y estudiantes. Ahí, desde el balcón, Abbie lanzó bolsas con billetes de un dólar al piso obligando a detener el comercio cuando los corredores de bolsa se peleaban entre sí por recoger los billetes. La revista Newsweek y otros medios reportaron el espectáculo, que no solamente expuso la codicia innata de la institución, sino que lo más importante fue que la ridiculizó, despojándola de su mítico poder.

Nuestro joven llegó a la entrada principal y vio a un grupo afín de personas sentadas en las escaleras, a algunos ya los conocía. Esa mañana, se había puesto un traje de tres piezas con una corbata y gritándoles les pidió que se movieran para que pudiera “ir a trabajar.” Pero el teatro terminó cuando se rieron y alguien gritó su nombre, exponiéndolo como otro manifestante frente a la policía. Así que fue a otra entrada, a la vuelta de la esquina. Ahí encontró a otro grupo, pero no reconoció a nadie. Se acercó a ellos los miró desde la línea de la policía. “¡Oficial! ¡Oficial! ¿Podría mover a estos hippies de mi camino? ¡Necesito ir a trabajar!” Los manifestantes estaban horrorizados. Comenzaron a cantarle, ahora como símbolo enemigo. Algunos policías de hecho lo ayudaron a pasar al edificio. Sin embargo, en el vestíbulo del edificio había guardias de seguridad que pidieron ver su identificación de la bolsa de valores. Su plan evidentemente se arruinó. Así que volteó a otros empleados de la bolsa y gritó, “¡Deben dejar de invertir en la energía nuclear! ¡Cada dólar que invierten se perderá! ¡Los detendremos en Seabrook! ¡Los detendremos en Shoreham! ¡Los detendremos en Indian Point!” En ese momento entraron policías de la ciudad y arrestaron al muchacho de traje. Así como lo había entrenado, se tiró para que la policía tuviera que sacarlo del edificio. Fue entonces que las personas a las que había llamado “hippies” se dieron cuenta que era uno de ellos. Y se unió a muchos de los más de mil ocupantes de la desobediencia civil -un grupo más pequeño de los 20,000 participantes de la manifestación- en el bloqueo a los tribunales de la ciudad de Nueva York al negarse a proporcionar su nombre a las autoridades hasta que los “Sutanos y Menganas” que no dieron sus nombres fueran liberados. Otros que si dieron su nombre fueron llevados a corte con cargos por “conducta desordenada”, lo que equivalía a una multa de unos 100 dólares.

A los pocos meses, la industria financiera comenzó a cuestionar la rentabilidad de invertir en la energía nuclear. Las manifestaciones, ocupaciones, demandas judiciales y el aumento en la conciencia pública sobre los accidentes nucleares (el accidente en la Isla Three Mile había pasado en marzo de 1979) y los desechos nucleares habían llevado a audiencias en el Congreso y a una mala publicidad. Sería demasiado aventurado decir que la ocupación de Wall Street en 1979 habría tenido un relación directa en esa causa. Su influencia llegó a través de otra ruta: Por primera vez enfocando la atención del movimiento anti nuclear y aprendiendo de los problemas económicos de la energía nuclear, los sectores de base local del movimiento rápidamente comenzaron a organizarse en ese frente. Desafiaron el aumento de las tarifas por parte de las empresas de servicio, culpándolas por los costos de las construcción de plantas nucleares. Ahí encontraron nuevos aliados entre las organizaciones laborales y de consumidores, incluyendo algunas que ya tenían en marcha operaciones avanzadas de percepción puerta por puerta. El tema nuclear rápidamente pasó de uno moral o ambiental o para evitar el desastre a también a un tema de los bolsillos de los trabajadores que luchan para poder pagar las tarifas energéticas.

La ocupación de Wall Street de 1979 -¡solo duró dos días!- es histórica no por la ocupación misma, sino porque inspiró un cambio en la dirección y lenguaje del movimiento, al llevarlo coherentemente hacia las preocupaciones diarias de las personas, que no son sobre el ambiente o la moralidad de lo que somos como sociedad para generaciones futuras, sino por las cuentas del mes siguiente y poder cubrir los gastos. Esto ayudó a un sólido cambio en la opinión pública sobre la energía nuclear, y muchos fiscales oportunistas comenzaron a presentar demandas en contra del aumento en las tarifas. Esto casi provocó la bancarrota de algunos servicios públicos. El gran “valor” económico de la industria nuclear comenzó a descender como inversión. Y decenas de plantas nucleares que habían sido propuestas fueron canceladas.

Y me gustaría poder decir que este es un cuento de hadas en el que todos “vivieron felices para siempre.” Pero los movimientos, incluso los que pierden, como la vida, no son así. La verdad es que la ocupación de Wall Street en el 79 fue también el último suspiro regional del movimiento anti nuclear. Sí, destruyó a la industria nuclear en los Estados Unidos. Pero, como una madre que muere en el parto, dio su vida para que así fuera.

La muerte por el proceso de consenso

Por ley, cada historia heroica debe revelar el desordenado y deprimente proceso por el que los héroes solo se convierten en héroes debido a que su primera estrategia o táctica falló miserablemente y fueron obligados a cambiar de curso. Después de todo, ¿no es eso lo que realmente convierte a la persona común en un héroe? Es la sabiduría de dejar de repetir lo que no sirvió una y otra vez, aprender de los errores e intentar algo distinto.

¿Quieren saber la verdadera razón por la que el movimiento anti nuclear ocupó Wall Street? Pasó porque otros buscaron cooptar y aprovecharse del movimiento en torno a otros objetivos, persiguieron al movimiento y a aquellos que lo construyeron fuera del terreno por el que lo habían creado.

Piensen en las ocupaciones mencionadas, en New Hampshire, del sitio nuclear de Seabrook: 18 arrestos en 1976, 180 ese mismo año y 1414 en mayo del 77. Este es un buen ejemplo del término “secuencia de las tácticas.” Estas acciones estaban organizadas por un grupo llamado Alianza Clamshell, una coalición de organizaciones locales antinucleares a través de los seis estados de Nueva Inglaterra, cada uno de los cuales tenía quejas de las instalaciones nucleares cercanas. El proyecto nuclear de Seabrook era el más reciente en la industria: el que aún no se construía.

Grupos ecologistas habían demandado en las cortes la cancelación de la construcción, y habían fracasado en esos tribunales. Gastaron cientos de miles de dólares en esa táctica, y no funcionó.

Un Renny Cushing de unos 20 y tantos años y otros habitantes de Seabrook decidieron intentar un enfoque diferente: organización comunitaria. Y a través del voto en el estilo de gobierno de “asamblea” de Nueva Inglaterra (en el que los votantes de la municipalidad se reúnen en público y votan, no de forma secreta sino a la vista de todos), el pueblo de Seabrook votó en contra de la construcción de la planta. Entonces ya no solo era un tema ambiental. Era un tema de la democracia misma. La gente había votado, sin rodeos, a la manera estadounidense, y rechazó la propuesta para su pueblo. Desde entonces la opinión pública se comenzó a mover en esa dirección. La gente hizo su causa, por tanto una causa democrática.

La fuerte y organizada base local del movimiento fue el cimiento que permitió que sucediera el resto. Los organizadores fueron inteligentes con ello. ¿Por qué solamente hubo 18 detenciones en la primera ocupación? Porque la Alianza Clamshell decidió que la acción sólo estaría limitada a habitantes de New Hampshire. A todos los que participaron en esa y las siguientes ocupaciones se les requirió participar en una sesión de capacitación en noviolencia por un día. Este requisito no sólo ayudó a los encuentros con la policía y los tribunales sucedieran más eficazmente desde el punto de vista de las relaciones públicas. También ayudó a crear una cultura compartida de la resistencia entre los participantes. Lo mismo sucedió con los movimientos por los Derechos Civiles en el sur durante los años 50 y 60. El entrenamiento noviolento era clave para fomentar la autodisciplina y el trabajo en equipo entre los participantes, dos cualidades de los movimientos que triunfan.

En años recientes, la mayoría de las protestas en los Estados Unidos no han tenido ese requisito. Tal vez las organizaciones que hacen llamados a que las personas se unan a las manifestaciones sienten que los números serán inferiores si todos tuvieran que pasar un día adicional, antes de la acción, para ser entrenados. Tal vez otros se sienten “autoritarios” al requerir entrenamiento, o a requerir lo que fuera. Algunos otros aún fetichizan al conflicto o retórica violenta y detestan la propia palabra noviolenta. Y así, desde las protestas contra la Organización Mundial de Comercio en 1999 en Seattle, las manifestaciones activistas en los Estados Unidos han estado plagadas de grupúsculos parásitos que se esconden detrás de las faldas de la acción más grande para desplegar tácticas que ponen a cada participante bajo mayor riesgo de detención o daños. Destruyen las ventanas de las tiendas arrojando botes de basura y provocan a la policía con el conocimiento cobarde de que si las cosas se ponen duras simplemente pueden correr y esconderse entre el resto de la gente, dejando que alguien más reciba el peso de la respuesta policial.

Afortunadamente, los grupos con esa naturaleza más extrema no han llegado -aún- a la ocupación de Wall Street. Pero aún así las protestas han estado marcadas por una falta de disciplina. Un reporte del 23 de septiembre de Nathan Schneider en Waging Nonviolence, a cuatro días del inicio de las protestas, ilumina esta dinámica:

“Una terrible tormenta se reúne alrededor de la falange policiaca, quienes empujaron a los manifestantes con golpes y palos, luego tomaron a uno o dos de la multitud, los arrojaron al piso, les pusieron esposas de plástico y se los llevaron. Se puede saber quien tuvo entrenamiento noviolento previo -se ponen flojos, sin signos de resistencia. Pero otros, especialmente los más jóvenes, se retuercen y gritan de dolor, invitando a que la policía los empuje más, golpee más, y los arrastre peor. Hay un sentimiento -seguramente intencional- de que cualquiera pudiera ser el siguiente. Este escalamiento solamente refuerza lo que parece se le dijo a la policía: que lo que están viendo es el comienzo de un motín.”

Casi dos semanas después, el 5 de octubre, era evidente que el cuerpo de toma de decisiones en “asamblea general” de la protesta no había visto esto como un problema o prioridad. Luego de que la marcha más grande hasta la fecha tuviera lugar-15 mil sindicalistas se unieron a la protesta por un día- un miembro de la policía con camiseta blanca fue capturado en video blandiendo maliciosamente su bastón a manifestantes indefensos. Por alguna razón muchos de los manifestantes parecen haber pensado que el video de la violencia policial automáticamente le llevaría apoyo público a la causa. Al menos un líder del género post Seattle ha escrito tanto así en una columna del New York Times: “cuando la policía ataca a ocupantes pacíficos (y los manifestantes lo captan en video), genera una tremenda simpatía hacia la causa.”

Este es un consejo verdaderamente horrible. Sería condena a cualquier movimiento siguiente a un fracaso. Franjas enteras del público estadounidense (y de Nueva York) de hecho son propensos a animar a la policía cuando estos golpean a cierto tipo de manifestantes. Todo mundo sabe que Estados Unidos es una sociedad con larga historia de amor a la violencia. ¿Por qué es tan difícil entender que a gran parte del “99 por ciento”, por el que muchos manifestantes afirman hablar, de hecho le gusta ver que policías golpeen las cabezas a personas que ven tan distintas de sí? Cualquiera que haya tocado las puertas y llegado a conocer a la gente más allá de sus propios nichos demográficos ya entiende eso.

Si el video en YouTube de la confrontación del 5 de octubre fuera visto ampliamente, esa sería la respuesta de muchas de las personas. ¿Por qué? Porque la forma en que los manifestantes respondieron a esa situación -gritando histéricamente a los policías en la manera más desorganizadamente posible- no hace que la opinión pública ahora quiera a los manifestantes. Unos pocos cantaron “el mundo entero está viendo” mientras decenas de personas con cámaras y teléfonos se daban codazos para hacer la mejor toma del momento. En gran parte todos los gritos y chiflidos ahogaron cualquier sonido de sustancia o sentimiento del video. Más de 430,000 personas han visto el video en solo unos días y mientras la policía se portaba mal, para muchos de la audiencia les parece que los manifestantes son una turba rebelde y peligrosa.

Michael Bloomberg, alcalde de Nueva York, no se queda atrás en el juego de la opinión pública, “entiende” esto, por lo que no duda en su postura en contra de los manifestantes en cada oportunidad que los medios de comunicación le proporcionan. La violencia policial solo crea simpatía pública cuando la gente a la que golpean son vistos con simpatía. Cualquier movimiento debe trabajar muy duro para lograrlo. No llega simplemente por merecimiento. La gente entrenada en noviolencia entendería que hacer en un momento como ese: los manifestantes se sentarían, en silencio, o tal vez cantarían una misma canción, y entonces cualquier cosa que la policía hiciera se magnificaría como abusos ante el público más amplio. En lugar de practicar este ju jitsu político básico y fácil, muchos ocupantes de Wall Street parecen pensar que a su causa le sirve escalar el conflicto con la policía, al luchar contra la estupidez con bufonerías. Es como entrar a un concurso de meadas con un zorrillo: todo mundo termina apestando.

El proceso de toma de decisión por consenso utilizado por el cuerpo gobernante de la protesta, una “asamblea general” que se reúne por horas cada día, en la que cualquiera puede entrar o salir, parece una forma bonita e inofensiva de acción pacífica. Pero de hecho contribuye a la falta de disciplina de la revuelta. El proceso por consenso es excluyente por definición para la mayoría del “99 por ciento” del público en cuyo nombre se realizan estas protestas. Esto porque la mayoría de la gente trabaja o cuida a sus hijos todo el día y no tiene tiempo, o interés, en tratar de escribir una declaración en un comité de cientos de personas.

En cualquier empresa están los “hacedores” y los “habladores”. Típicamente, los habladores pasan mucho tiempo discutiendo y debatiendo sobre lo que los hacedores debieran hacer. Tal vez no es la manera más amable de decirlo, pero aquí va: El mundo está lleno de gente terriblemente aburrida que incluso puede hacer que cantineros y psicólogos se duerman. Están solos y nos sentimos mal por ellos, pero no queremos pasar nuestros días escuchando sus monólogos internos. Las reuniones por consenso atraen a este tipo de personas como la mierda a las moscas. También atraen ideologías -el proverbial “socialista cargando una bolsa con sus recortes de prensa”, como la perfomancera del Lower East Side, Penny Arcade, ha observado -y también personas que les encanta debatir la semántica del lenguaje y la identidad política hasta la saciedad.

Mientras tanto, ¿a qué tipo de gente no le gusta ir a una reunión larga? Casi todo el mundo del “99 por ciento” odia las reuniones, pero sobre todo los organizadores comunitarios y la gente con habilidades que están ocupados utilizándolas para avanzar en la causa. Paradójicamente, estas son las personas con más experiencia en hacer las cosas y por lo tanto tienen experiencia real para ayudar en el desarrollo de la estrategia y tácticas. Sin embargo, los procesos de toma de decisión por consenso sacan a muchas de estas personas de la jugada. No quedarían atrapados ahí. Están demasiado ocupados manejando sus talentos para pasar sus horas en procesos que ya conocen de mucho atrás.

Aquellos que idealizan las “asambleas generales” muchas veces sitúan su uso entre las muchas comunidades indígenas. Y hay verdad en ello: En 35 años de participar y reportar los movimientos sociales, los únicos lugares en los que sirve eficazmente es en las comunidades indígenas rurales en donde los participantes comparten el mismo idioma, cultura, nivel socioeconómico, línea de trabajo, típicamente el cultivo de subsistencia. (Por razones similares también podría funcionar en un lugar de trabajo, en donde a todos se les paga por el tiempo y trabajo pasado en reuniones.) Puede servir entre los grupos homogéneos. La observación inversa que debe hacerse sobre Ocupar Wall Street es que el proceso de consenso ha servido por tres semanas sólo porque mantiene y alienta a la homogeneidad demográfica de los participantes nucleares: estadounidenses con estudios universitarios. Su uso puede reflejar un deseo subconsciente de muchos participantes de que la protesta se mantenga homogénea y estrecha, un tipo de mecanismo de defensa en contra de abrir la causa al 99 por ciento real.

La experiencia de la Alianza Clamshell y el movimiento antinuclear con proceso consensuado es instructivo. Una vez que el movimiento llevó a la desobediencia civil noviolenta de vuelta al uso popular, otros sectores políticos e ideológicos buscaron sacarlo y tomar el poder del movimiento. De hecho, en 1979 sucedió un tipo de golpe de estado, meses antes de la ocupación de Wall Street, resultado de una serie de reuniones en busca de consenso sobre la próxima acción que Clamshell realizaría. Un grupo autollamado de “acción directa” (para ellos la “acción directa” era distinta a la “noviolencia” más específicamente porque aquellos que querían que el movimiento llevara pinzas para cortar las rejas de alrededor de la planta nuclear de Seabrook) se obsesionaron con esta táctica hasta el punto del fetiche. Esto, a pesar del hecho de que los habitantes locales que habían proporcionado la tierra y las áreas para las ocupaciones previas advirtieron que este escalamiento de las tácticas perdería mucho apoyo público al movimiento hasta sólo su base geográfica local.

La facción de la “acción directa” -en su mayoría activistas, estudiantes e ideólogos de la zona metropolitana de Boston- encontró, en el proceso de consenso, su camino para entrar y tomar el nombre de la Alianza Clamshell, incluso si esto significaría perder las bases más organizadas que la crearon y construyeron. Al principio usaron el poder de cualquier persona para “bloquear” el consenso en alguna decisión (y por tanto bloquear todo tipo de acciones) en cada propuesta que no involucrara cortar las rejas. Esto continuó durante semanas. Era tan frustrante para los organizadores del movimiento que uno por uno se alejaron y dejaron de asistir a reuniones en donde el mismo punto era debatido una y otra vez. Después de que casi todos los que habían organizado el movimiento estaban desgastados, los últimos adherentes a la idea de que el cortar las rejas destruiría algo más que las propias rejas (también destruiría la cohesión, unidad y apoyo público del que disfrutaba la noviolencia) finalmente “se hicieron a un lado.” En el lenguaje del consenso, esto significa que expresaron su objeción pero accedieron a no bloquear el consenso. Fue ese día, en el salón del Marigold en Salisbury, Massachusetts, del otro lado de la frontera estatal de Seabrook, en que la Alianza Clamshell quedó destrozada en pedazos, y para todos los propósitos prácticos ya no existía.

Eventualmente los que querían cortar las rejas tuvieron su día, y probaron el desastre de relaciones públicas para el movimiento. Sus esfuerzos rápidamente se agotaron y desaparecieron en la nada. El resto del movimiento se fue a casa. Muchos participantes organizaron movimientos locales en contra de las plantas nucleares más cercanas a ellos.

¿Y qué hay de nuestro muchacho de 19 años? ¿Qué pasó con él? La ocupación de Wall Street de 1979 lo llenó de una nueva inspiración. Volvió al oeste de Massachusetts y organizó una campaña para cerrar la planta nuclear de Rowe. Ocho años después se convertiría en la única planta nuclear comercial en ser cerrada antes de su esperanza de vida. El enorme domo de metal de la planta y el edificio de turbinas fue desmantelado, y todo ello, con excepción de los residuos nucleares de alto nivel, fue llevado a un basurero de desechos nucleares de bajo nivel. Donde antes había una planta nuclear ahora hay un campo cubierto de hierba a lado de un lago y una presa hidroeléctrica.

Algunos dicen que ese muchacho -el que un día tocaba la guitarra y al día siguiente usaba un traje para ser arrestado, que tuvo que aprender a cortar madera para poder organizar a una comunidad rural- finalmente se mudó a México y hoy camina junto a los movimientos sociales, estudia sus estrategias y tácticas, y escribe sobre lo que ve y escucha. Podría corregir que solo hace esas cosas mientras compone y toca su próxima canción, cumpliendo su placer diario. (Un profesor de California que también era parte de la ocupación de Wall Street en 1979 recientemente recordó su experiencia, y nuestro chico y su canción aparecieron ahí también.)

Me gusta pensar que ese chico es cada chico y cada chica. Y que él o ella ahora pueden estar sentados en una banca en el Parque Zuccoti, tal vez escribiendo una canción para promover una causa, tal vez dibujando estrategias en su cabeza sobre como ocupar su propia vida, ganar su libertad, sacar a Wall Street de su corazón y al policía de su propia cabeza, y organizar en alguna parte en donde el 99 por ciento real vive y trabaja para hacer auténtico y victorioso cada momento posible.

¿Saben que era lo más inspirador y fortalecedor de la ocupación de Wall Street en el 79? No eran los buenos tiempos (aunque vaya que eran buenos). Ni siquiera era, para el chico de 19 años, cantar su canción para el público, o haber sido apreciado y recordado. No eran las escaramuzas con policías o el romper el sistema de tribunales de NY por una noche. Ninguna de estas cosas hubieran importado excepto por la parte más importante de la historia: Fue que el movimiento ganó.

“No hay nada superior que desafiar al sistema, dándolo todo y ganar,” escribió Abbie Hoffman, arquitecto de la primera ocupación de Wall Street en 1967, y que tuvo tal vez una docena de participantes. Hay muchas causas y protestas que lucharon la buena lucha pero perdieron. Y pasaron a los anales de los “pecados de juventud” de los participantes que después se hicieron políticos o corredores de bolsa en Wall Street. No hay nada más desmotivador en la tierra que perder. Pero al asumir una meta alcanzable -en 1979 era “detener la inversión nuclear”- lanzar una estrategia y tácticas secuencias, organizar y movilizar a la gente para implementarla, y luego ganar: esa esa la pequeña victoria que hace posibles las más grandes debido a que motiva e inspira a todos los involucrados.

La última ocupación de Wall Street no terminó con Wall Street, o el capitalismo, o la codicia o la injusticia. Incluso su gran avance, detener una nueva generación en plantas nucleares, fue una victoria que hoy tiene que ser defendida de nuevo (como nuestros amigos en Egipto también aprendieron este año cuando derrocaron al dictador Mubarak; ninguna victoria es permanente, ni en una democracia auténtica nada debe ser grabado permanentemente en piedra; todas las batallas luchadas son, auténticamente, luchas por la vida.) Sin embargo, son las pequeñas victorias que sientan las bases para las más grandes, mientras que luchando y perdiendo se destruye el cinismo, apatía o la rendición. El ganar una resistencia civil, movimiento social, lucha noviolenta o campaña de organización comunitaria transforma profundamente a los participantes. Los convierte en ganadores y los transforma en personas que nunca podrán ser conquistadas por el miedo o la desesperación nunca más. Es por eso que se llama revolución. Transforma todo, abajo, arriba, adentro y afuera. Es el motor que evoluciona a la especie.

Nadie sabe cuánto tiempo durará la actual ocupación de Wall Street o cómo mutara el virus de los medios de comunicación y se propague. Parece que sus propios organizadores han establecido un engorroso proceso de consenso fácil de cooptar del que ni siquiera pueden dirigir el barco. ¿Y ha habido alguna premeditación estratégica para mantener en armonía a esta cosa con las estaciones o el clima? Para noviembre o diciembre, el bajo Manhattan se convierte en un túnel de viento helado. “Nos vamos a quedar aquí y no nos vamos,”, por lo tanto no es el tipo de declaración que inspira la confianza pública entre el 99 por ciento. Hacer promesas que no se pueden cumplir. ¿No fue eso en primer lugar lo que hizo que todos nosotros perdiéramos la fe en Wall Street y en el resto de las instituciones?

Sin embargo, cada persona involucrada tiene mucho más poder del que una asamblea consensuada pudiera proporcionar para determinar como procederá en adelante, siempre y cuando parezca que todos se dispersan y vuelven a casa. Esa es la revolución: la que vive en los corazones de aquellos que se sumergen en luchas más grandes que ellos mismos. La revolución le pertenece a aquellos que simultáneamente desarrollan sus propias estrategias y tácticas, y que descubren como ponerlas en secuencia. La revolución llega a aquellos que estudian lo que ha servido y lo que no para otros que lo han hecho antes, y quien organice a otros al colaborar en esa búsqueda, en la escala más local, para recuperar el terreno de la vida cotidiana. Ocupen eso, y la revolución es suya.

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