English | Español | August 15, 2018 | Issue #41 | |||
“Me ordenaron bajar la cabeza sobre un charco de sangre”Carta de Valentina Palma, documentalista chilena que fue deportada a raíz de los acontecimientos en AtencoPor Valentina Palma Novoa11 de mayo 2006 Mi nombre es Valentina Palma Novoa. Tengo 30 años, de los cuales los últimos once he vivido en México. Soy egresada de la Escuela Nacional de Antropología e Historia y, actualmente, curso el cuarto año de Realización cinematográfica en el Centro de Capacitación Cinematográfica. Tengo FM 3 (visa residencial) de estudiante. A continuación, quisiera relatar a usted los acontecimientos de los que fui testigo durante los violentos incidentes ocurridos en el poblado de San Salvador Atenco el Jueves 4 de Mayo del 2006, los cuales terminaron con mi expulsión del país de manera injusta y arbitraria. 1.- El día miércoles 3 de Mayo, luego de ver las noticias en televisión y enterarme de la muerte de un niño de 14 años, mi condición de antropóloga y documentalista hizo que me conmoviera con el deceso de este pequeño, por lo cual decidí dirigirme a San Salvador Atenco a registrar cual era la situación real del poblado. Pasé allí la noche, registrando las guardias que la gente del pueblo había montado y realizando entrevistas a las mismas. Hacía frío. Me arrimé a las fogatas que la gente del pueblo había montado mientras seguía registrando imágenes. La luz del amanecer anunciaba un nuevo día: jueves 4 de Mayo.
Me dirigí a una de las guardias, donde los campesinos miraban en dirección a la manada de policías que, allá a lo lejos, se veía. Metí el zoom de la cámara. Me di cuenta que eran muchos y que cubiertos por sus escudos avanzaban dando pequeños e imperceptibles pasos. Sentí miedo. Ellos eran muchos, fuertemente armados, y los campesinos pocos y desarmados. En la pantalla de mi cámara veo como uno de los policías apunta y dispara hacia nosotros un proyectil que, cuando llegó a mi lado, pude oler y sentir que era de gas lacrimógeno. Más y más gases lacrimógenos, rápidamente, fueron sepultando la calidez del olor a pan recién horneado y transformaron el angosto callejón en un campo de batalla. El aire era ya irrespirable y me fui a la plaza mientras las campanas sonaban con mas fuerza. Por diferentes calles se veía a la policía, a lo lejos, avanzar. La poca resistencia que hubo por parte de los campesinos dejó de resistir ante el ataque de las fuerzas policiales, que abruptamente se abalanzaron sobre los pobladores. Apagué mi cámara y junto con los demás corrí lo más rápido que pude. Frente a la iglesia había un edificio público con las puertas abiertas y ahí me metí a esperar ilusamente que la turbulencia pasara. Habían ahí dos jóvenes resguardándose también ilusamente del ataque. Éramos tres y nos mirábamos las caras, angustiados y con miedo. Cuidadosamente me asomé a mirar a la calle y vi como cinco policías golpeaban, con toletes y patadas, a un anciano tirado en el piso sin compasión alguna. Sentí más miedo. Regresé y le dije a los otros dos jóvenes que necesitábamos escondernos más, que ahí estábamos muy expuestos. Ilusamente nos subimos a la azotea y acostados boca arriba mirábamos los helicópteros que como moscardones ronroneaban en el cielo, mientras el sonido de los disparos fue formando parte del paisaje sonoro del lugar. Una voz de hombre, violentamente, nos gritoneaba: “bajen a esos cabrones que están en la azotea”. Primero bajaron los dos jóvenes. Yo, desde arriba, miraba como los golpeaban y, con pánico, no quise bajar, ante lo que un policía gritó: “bájate perra, bájate ahora”. Bajé lentamente, aterrorizada de ver como golpeaban en la cabeza a los dos jóvenes. Dos policías me tomaron haciéndome avanzar mientras otros me daban golpes con sus toletes en los pechos, la espalda y las piernas. Mis gritos de dolor aumentaban cuando escuché la voz de alguien que preguntaba por mi nombre para la lista de detenidos. Respondí: “Valentina… Valentina Palma Novoa”, mientras un policía me ordenaba que me callara la boca y otro me golpeaba los pechos.
Me levantaron de los pelos y me dijeron “súbete a la camioneta puta”. Apenas podía moverme y ellos exigían extrema rapidez en los movimientos. Me abalanzaron encima de otros cuerpos heridos y sangrantes y me ordenaron bajar la cabeza sobre un charco de sangre, yo no quería poner mi cabeza en la sangre y la bota negra de un policía sobre mi cabeza me obligó a hacerlo. La camioneta encendió motores y en el camino fui manoseada por muchas manos de policías. Yo sólo cerré los ojos y apreté los dientes, esperando que lo peor no sucediera. Con mis pantalones abajo, la camioneta se detuvo y se me ordenó bajar. Torpemente bajé y una mujer policía dijo: “a esta perra déjenmela a mí” y golpeó mis oídos con las dos manos. Caí y dos policías me tomaron para subirme al bus en medio de una fila de policías que nos pateaban. Arriba del bus otra policía mujer preguntó mi nombre, mientras dos policías hombres pellizcaban mis senos con brutalidad y me tiraron encima del cuerpo de un anciano cuyo rostro era una costra de sangre. Al sentir mi cuerpo encima el anciano gritó de dolor. Traté de moverme y una patada en la espalda me detuvo. Mi grito hizo gritar al anciano, nuevamente, que pedía a dios piedad. Una voz de mujer me ordenó que me acomodara en la escalera trasera del bus. Así lo hice y desde ahí pude ver los rostros ensangrentados de los demás detenidos y la sangre esparcida en el piso. Sin estar yo sangrando, mis manos y ropa estaban salpicadas de sangre de los otros detenidos. Quieta y escuchando los quejidos de los cuerpos que estaban a mi lado, escuchaba como seguían subiendo detenidos al bus y preguntando sus nombres en medio de golpes y gritos de dolor. No sé cuanto tiempo pasó, pero el bus cerró sus puertas y hecho a andar. Dimos vuelta cerca de dos o tres horas. La tortura comenzó y cualquier pequeño movimiento era merecedor de otro golpe más. Cerré los ojos y trate de dormir, pero los quejidos del anciano que estaba a mi lado no lo permitieron. El anciano decía: “Mi pierna, mi pierna… ¡Dios, piedad, piedad por favor!”. Lloré amargamente. Pensé que el anciano moriría a mi lado. Moví mi mano y traté de tocarlo para darle un poco de calma. Un tolete fue a dar sobre mi mano, ante lo cual, con un gesto, pedí compasión al policía, que dejó de golpearme. Queriendo darle un poco de amor, acaricié la pierna del anciano que por unos momentos dejó de quejarse. Le pregunté su nombre y me respondió. “Si me muero no lloren, hagan una fiesta por favor”. Lloré en silencio, sintiéndome sola en compañía de los otros tantos cuerpos golpeados, pensando lo peor; que nos llevarían a quién sabe qué lugar y que ahí nos matarían y desaparecerían a todos. Por un momento me dormí. Pero el olor a sangre y muerte me despertó. Al abrir los ojos vi la pared de una cárcel. El bus se detuvo y una voz ordenó que bajáramos por la puerta trasera. Me ordenaron pararme y la puerta se abrió y mi cara llorosa y descubierta vio una fila de policías. Sentí miedo otra vez. Desde abajo una voz ordenó que se cerrara la puerta y que los detenidos debían salir con el rostro cubierto. Un policía me tapó la cabeza con mi chamarra y las puertas volvieron a abrirse otra vez. Abajo del bus un policía me agarró con una mano de los pantalones y con la otra mantenía mi cabeza gacha. La fila de policías comenzó a tirar patadas a mi cuerpo y al de los demás detenidos que eran parte de la fila. La puerta del penal se abrió y nos avanzaron por estrechos pasillos en medio de golpes y patadas. Antes de llegar a una mesa de registro, cometí el error de levantar la cabeza y mirar a los ojos de un policía, el cual respondió a mi mirada con un golpe de puño duro y cerrado en mi estómago que me quitó el aire por unos momentos. En la mesa preguntaron mi nombre, mi edad y nacionalidad, luego de eso me metieron a un cuarto pequeño donde una mujer gorda me ordenó quitarme toda la ropa. Pedía rapidez ante mi torpeza, producto de los golpes. “Señora estoy muy golpeada, por favor espere”, le dije. Me revisó. Me vestí nuevamente y volvió a cubrir mi cara con la chamarra. Salí del cuarto y nos ordenaron hacer una fila de mujeres, para ingresar formadas y cabeza abajo al patio del penal, del que luego me entere que le decían “almoloyita” en la ciudad de Toluca. Han de haber sido las dos de la tarde del jueves 4 de Mayo, cuando ya estábamos dentro de las instalaciones del penal. Nos llevaron a un comedor y nos separaron a hombres y mujeres. En una esquina, en medio de llantos las mujeres nos contábamos las vejaciones de las que habíamos sido objetos. Una joven me mostró sus calzones rotos y su cabeza abierta llena de sangre. Otra contaba que la habían llevado en medio de dos camiones, mientras la golpeaban, vejaban y le decían: “te vamos a matar puta”. Otra joven me comentó que tal vez estaba embarazada. Todo en medio de llantos y apretones de manos solidarios. El estado de shock entre las mujeres era evidente. En frente nuestro los hombres conversaban entre ellos mientras nosotras observábamos sus rostros sangrantes y deformados producto de la brutal golpiza. En eso estábamos, cuando una mujer se acerca a nosotras y empieza a dar algunos nombres y pide que nos separemos del grupo. Éramos cuatro: Cristina, María, Samantha, Valentina. Se nos une al grupo un quinto: Mario. Éramos los cinco extranjeros detenidos. Al momento llega un hombre, creo que era el director del penal y nos dice que allí donde estábamos, estábamos seguros, que ahí nadie nos golpearía, que lo que hubiese pasado antes de ingresar al penal no tenía nada que ver con él, como si dentro del penal no nos hubiesen también golpeado. Le pedimos hacer una llamada, petición que nos fue negada. Mientras los detenidos visiblemente más heridos eran sacados del lugar rumbo al centro de atención médica que había dentro del penal. No eran unos ni dos, de los ciento y tantos detenidos que éramos, han de haber habido unos 40 con lesiones gravísimas. Uno de los primeros en salir fue el anciano moribundo que a mi lado en el camión iba, a quien no volví a ver nunca más. Nos llegó el turno a los extranjeros de ir a hacernos el chequeo médico. Yo tenía moretones en los pechos, la espalda, hombros, dedos, muslos y piernas. Se recomendó hacerme una radiografía de las costillas, pues me costaba respirar, cosa que en ningún momento se hizo. La enfermera que tomaba nota y el médico que me atendió actuaban con total indiferencia ante mi persona y las lesiones que presentaba. Salí de la oficina médica a esperar que Cristina, María, Samantha y Mario terminaran el chequeo. El seudo chequeo médico terminó y nos llevaron a una sala para tomarnos declaración. Extrañamente un licenciado salido de quién sabe donde nos recomendó que no prestásemos declaración, comentario que era contradicho por las personas que estaban tras la maquina de escribir. “Está bien si no quieres declarar, estas en tu derecho. Pero sería bueno que dejaras constancia de lo que te pasó”, me decía una licenciada. Mientras hacíamos las declaraciones, comenzaron a llegar al lugar muchos hombres de corbata que, haciéndose los chistosos y amables, nos preguntaban quienes éramos y cómo y por qué habíamos llegado al poblado de Atenco, que si acaso sabíamos lo peligrosa que era esa gente. Cayó la lluvia y nos trasladaron al comedor con todos los demás detenidos. Se nos obligó a sentarnos y no podíamos establecer contacto con los detenidos mexicanos. Si queríamos ir al baño debíamos pedir permiso. Llegaron funcionarios de derechos humanos a tomarnos declaración y fotos de nuestras lesiones. Las declaraciones fueron tomadas sin interés, mecánicamente. Se nos obligó a que registráramos nuestras huellas. Nos tomaron fotos de frente y ambos perfiles. Nos dijeron que eso no era una ficha, que era un registro necesario, pues era muy probable que en la madrugada saliéramos en libertad y que para eso se necesitaba hacer la ficha. Una olla de café frío y una caja con bolillos fueron la cena. Ha de haber sido la media noche y me acosté en una dura banca de madera para tratar de dormitar un poco. Fue imposible… hacía frío y no tenía cobija. Del lado de los hombres, un rasta se dio cuenta de mi impaciencia ante el no poder dormir y comenzamos a hablarnos, de un lado a otro, con señas. Estábamos en eso cuando se presenta un custodio y comienza a dar los nombres de los cinco extranjeros. Nos levantamos, dimos un pequeño adiós a los demás detenidos y abandonamos el lugar. Nos llevan a un lugar de registro. Nos entregan nuestras pocas pertenencias y nos sacan del lugar camino a una camioneta, diciéndonos que nos llevarían a una oficina de migración en Toluca. Afuera del penal escuche voces conocidas que gritaban mi nombre. Me acerco a las rejas y puedo distinguir a muchos de mis amigos que me preguntan como estoy. Les digo que más ó menos y que nos llevan a migración de Toluca. Ellos me dicen que me van a seguir, que no me van a dejar sola. Mi tía Mónica me pasa un sobre que contiene mis documentos migratorios y María Novaro, mi maestra y mamá en México, me da una chamarra para el frío. Así me subo a la camioneta que cierra sus puertas y, oscuros, nos vamos. Pasamos a una oficina en Toluca a buscar a una licenciada y de ahí nos llevan a la estación migratoria de las agujas en el DF. Han de haber sido las tres de la madrugada cuando llegamos a la estación migratoria. Ahí una vez mas, un médico de mala gana constató lesiones. Dormitamos un rato porque a la hora en que llegamos no era horario de oficina, así que no habían muchos funcionarios en el lugar. Dieron las 7 de la mañana y un auxiliar nos llevo cereal con leche. Luego me tomaron declaración, una declaración en donde además de preguntar por mis datos personales, me hicieron preguntas cómo: “¿conoces al EZLN?”, “¿has estado en Ciudad Universitaria?”, “¿participaste en el Foro Mundial del Agua”?, “¿conocías a los otros extranjeros detenidos?”, etc. Firmé la declaración a la que se adjuntó mi documento migratorio, una carta de mi centro de estudios, una carta de mi maestra María Novaro, mi pasaporte, mi cédula de identidad chilena y mi credencial internacional de estudiante. Estaba en eso, cuando recibo una llamada del cónsul de Chile en México, quién me pregunta mi nombre, el numero de mi cedula de identidad y si tengo algún pariente en México. Me informa que lo que él puede hacer es velar que el proceso correspondiente se realice en las condiciones legales pertinentes. Regreso a continuar mi declaración y las preguntas sobre el EZLN, el subcomandante Marcos y Atenco se repiten. Mientras tanto afuera de la estación migratoria se habían congregado amigos y familiares, con los cuales no se me permite comunicar. Traté de hacerlo a través de señas y carteles, pero incluso eso nos es negado. Me llevan a un cuarto en donde hay tres hombres que me dicen que están ahí para ayudarme. Ellos me toman fotos de frente y ambos perfiles y en todo momento graban la conversación. Me preguntan mi nombre y si tengo algún alias, que si conozco al EZLN, que si he ido a la Selva Lacandona, que les dé nombres que puedan dar antecedentes de mí, que qué tipo de documentales me gusta realizar. Me dicen que mi amiga América del Valle esta preocupada por mí, porque me había perdido mientras escapábamos del lugar, mujer de la cual, recién en Chile, me entero que es una de las dirigentes de Atenco que la policía persigue. Al terminar el interrogatorio, mis huellas dactilares son tomadas en una maquina muy sofisticada que va a dar a una computadora. Me sacan de la sala y me llevan a otra donde hay tres visitadoras de la Comisión Nacional de Derechos Humanos y luego de que las dos españolas y yo les contamos lo que hemos vivido, nos recomiendan urgentemente solicitar un abogado para que se gestione un recurso de amparo ante una posible deportación. El ambiente ya es tenso, así que le pido a una de las abogadas una pluma y un papel, para escribir “a1 abogado” y mostrárselos por la ventana a mis amigos que están afuera. En ese momento, entra un licenciado de migración y al verme escribiendo me dice: “¿Necesitas un abogado?, yo soy abogado, cual es tu problema”. Le contesto que quiero poner un amparo, ante lo que el me responde que no es conveniente poner un amparo porque el amparo implicaría estar en la estación migratoria un mes y que lo mas probable era que pronto saliésemos en libertad. Las visitadoras de derechos humanos lo increpan y le dicen que por favor me dejen hablar con alguna de las personas que están afuera. La visita se concede y hablo con Berenice, con quien me dejan hablar cinco minutos. A ella le digo que necesito un amparo, y me dice que eso ya está. Me despido abruptamente de ella y luego me llevan a hacerme un chequeo médico por segunda vez en esta estación migratoria. Estoy en eso, cuando un licenciado llega apresuradamente a interrumpir el chequeo y me dicen que me van a trasladar a otro lugar, yo pregunto que a dónde y no se me da respuesta. Al salir de la consulta médica, me encuentro a una de las visitadoras de derechos humanos y le digo que por favor avise a mis amigos que están afuera que me van a trasladar. Le pregunto al licenciado que a dónde me llevan y me responde que a las oficinas centrales de migración. No me dejan seguir hablando con él y me suben a un auto particular en el que también estaba Mario, mi compatriota. Me subo, se suben tres policías, se cierran las puertas y una policía pide cerrar las ventanas. La reja de la estación migratoria se abre y el carro se va como escapándose de algo. Íbamos por periférico a más de 100 Km. por hora, en medio de un tráfico contundente. Pregunto que a dónde nos llevan y no obtengo respuesta. Ya en el camino, me doy cuenta que vamos rumbo al aeropuerto y que delante de nosotros van dos carros más; uno con Samantha, la alemana y otro con María y Cristina, las dos españolas. Ante la inminencia de la expulsión injustificada en todo momento, no me queda más que cerrar los ojos y apretar los dientes y pensar: otra violación más. Llegamos al aeropuerto como a las 6 de la tarde. Nos bajan de los autos y nos ingresan custodiados a una sala completamente blanca donde nos mantienen detenidos una hora o más. Luego nos ingresan a las salas de espera al interior del aeropuerto, donde nos mantienen custodiados. Primero sale el vuelo de Samantha. Seguimos esperando y en la espera yo no hago más que llorar. Me siento mal. Me paro y trato de caminar por el pasillo. Se me acerca una custodia y me dice que debo estar sentada. “Me siento mal”, le digo. “No me voy a escapar, déjame”. Sigo llorando y un policía se acerca y me dice: “ya no estés así. No conviene esa actitud. Si te sirve de consuelo, déjame decirte que no estas deportada, que sólo has sido expulsada del país, pero puedes volver a entrar en cualquier momento”. Ilusamente, sus palabras me calman. Nos llevan a un bar a fumarnos unos cigarros, porque todas estamos muy alteradas. El vuelo de Lan Chile, de aproximadamente las once de la noche, es anunciado. A mí y a Mario nos llaman. Nos despedimos de María y Cristina con un apretado abrazo. Nos formamos en la fila y nos entramos al avión. Dentro del avión, uno de los pasajeros se acerca a mí y me entrega unas cartas que han mandado mis amigos que estaban afuera haciendo todo lo posible para detener esta injusta expulsión. Caen mis lágrimas, de no saberme sola. La custodia, que va a mi lado, me dice que qué me pasa. Le cuento mi caso. Le digo que llevo viviendo en México 11 años, que mi vida está en ese país, que nunca se me dijo que estaba pasando, que todo el procedimiento ha sido ilegal, que he sido golpeada y vejada por la policía. Me dice que a ella le avisaron 30 minutos antes de subirse al avión que viajaría a Chile, que a ella no le dijeron nada, pero que si notaba que algo raro hubo en el procedimiento, porque normalmente antes de deportar a alguien se pasa mínimo un mes en la estación migratoria, que ha de haber sido una orden dada desde arriba. Ya asumiendo mí expulsión, me pongo a platicar con ella y le digo qué lugares de Santiago puede visitar el corto tiempo que dure su estadía. El cansancio y la impotencia son demasiadas. Me duermo. Me despierto con la cordillera de los Andes en la ventanilla del avión. Bajamos del avión. Nos entregan a policía internacional, donde nos toman declaración del por qué de nuestra deportación y/o expulsión. Afuera me esperaba mi familia. Llantos, besos, abrazos. Nos vamos al hospital a constatar lesiones y, rápidamente, armamos una conferencia de prensa con televisión y radio, en donde denunciamos la ilegalidad de nuestra expulsión y la brutalidad policial de la que fuimos objeto. 2.- Después de lo que les he contado quisiera hacer de su conocimiento mi total rechazo, indignación y rabia ante:
3.- Por lo expuesto anteriormente, estamos estudiando con nuestros abogados, orientar nuestras acciones tendientes a lograr:
¡No a la violación, no al uso de mujeres y hombres como objetos! ¡No a la brutalidad y a la tortura! ¡No a la justificación de la violencia! Atte. Valentina Palma Novoa Haz click aquí para más del Otro Periodismo con la Otra Campaña Read this article in English For more Narco News, click here.
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