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Carta a Valentina Palma, Cristina Valls y María Sostres, extranjeras deportadas de México

“¡Qué bueno que ustedes están hablando de todo lo que acaba de pasarles! Que bueno por ustedes y que bueno por nosotros…”


Por Raquel Gutiérrez Aguilar
México, DF

17 de mayo 2006

México D.F., a 11 de mayo de 2006

Queridas y entrañables Valentina, Cristina y María:

Soy una más de las mujeres que, en México durante los últimos días, hemos conocido la horrenda experiencia que a ustedes. y a otras detenidas les tocó padecer. Lo que les ha sucedido a ustedes, hermanas, me ha producido primero, una ira inconmensurable, después un profundo dolor y ahora que les escribo, se me desborda todo este sentimiento en una infinita ternura, en unas ganas inmensas de abrazarlas aunque sea con palabras, de hacerles sentir que no están solas y que la violencia volcada en los cuerpos suyos nos conmueve a muchas, a tantas.

Les escribo específicamente a ustedes, queridas hermanas deportadas, porque cuando vi en el periódico la fotografía de sus frescas caritas jóvenes y cuando leí sus palabras plagadas de angustia, no pude sino revivir mi propia historia personal cuando me detuvieron y me deportaron desde un país que por entonces estaba en guerra civil. Por eso permítanme compartirles algunos pedacitos de mi propia historia que, ojalá, puedan servir de aliento para ustedes.

Más o menos a su edad estaba yo en El Salvador. Corría el año 1984 y, como ya les dije, ese país estaba desgarrado por la guerra. Por una guerra que dolorosamente perdimos. Me detuvieron con 21 años a cuestas participando en una actividad pública, como a ustedes. Me llevaron a la Policía Nacional y “me pasó de todo”, como a ustedes; me deportaron y me confrontaron con la necesidad de continuar la vida, cuando habían intentado rompérmela a palazos. No pudieron lograrlo conmigo, hermanas queridas, sé que no podrán lograrlo con ninguna de las tres.

En aquella época, hace poco más de 20 años… pero dos décadas en las que han pasado tantas cosas que los sucesos resuenan sumamente lejanos, la guerra civil en El Salvador se planteaba como confrontación frontal entre dos poderes antagónicos aunque en el fondo y lamentablemente, análogos: un Estado violento, absolutamente represor y un frente organizado, el FMLN, que llevaba adelante la “lucha político-militar” contra el primero. Los militantes de las organizaciones políticas de esos años hablábamos entre nosotros de lo espantoso que sería nuestro destino tras una eventual detención. Para entonces ya sumaban 20,000 asesinados en el país más pequeño de América. Asesinados por tortura. No caídos en enfrentamiento.

En esas circunstancias los militantes construíamos un discurso común que, así lo vivíamos, nos protegía del miedo como una rígida armadura: “dar la vida por la revolución” era el eje del argumento y la detención se pensaba como un momento cúspide, a partir del cual nuestro enfrentamiento con “el enemigo” sería individual, en absoluta desventaja de condiciones y donde lo único que tendríamos para enfrentarnos sería nuestra fuerza moral. Así me tocó vivir a mi aquella primera detención un enero amargo. Hasta cierto punto arropada en ese discurso atravesé mucho de lo que ustedes hoy relatan: el amedrentamiento radical desplegado por los cuerpos represivos tras que tomaron el Congreso donde yo me encontraba, la mente desconcertada tratando de entender lo que iba sucediendo… la golpiza apabullante y paralizadora… La agresividad volcada sobre cada una de las mujeres y sobre todas en conjunto, convenientemente separadas del resto de los detenidos.

El traslado, en mi caso, fue un poco distinto al ustedes sufrieron. También estuvo plagado de risas y burlas soeces, del miedo que se percibía en cada una y uno de los trasladados, saturado el ambiente de las voces de los represores que hablaban de los múltiples tormentos a los que nos someterían. El traslado entonces se convertía en una especie de preparación crispada de los detenidos que, desde ese momento comenzábamos a sufrir los horrores que se avecinaban. La angustia tomaba una presencia casi física envolviéndote como un viscoso líquido. Luego te dabas cuenta de que era tu propio sudor. En esos años el traslado podía ser así, destinado a tensar los nervios de las víctimas, porque en un país abiertamente en guerra te podían llevar a un lugar secreto sin tiempo y sin luz donde volcar sobre cada una toda su criminal locura represiva. En lo que a ustedes les pasó, fue durante el trayecto entre Atenco y Toluca donde vivieron las peores ignominias. Quizá porque en México todavía los poderosos no quieren admitir claramente que están en guerra contra todos los que alzan la voz.

En fin, no es lo más relevante si el daño a las víctimas detenidas se hace durante un traslado o en algún cuartel policial o militar. Las sensaciones que una experimenta son las mismas. Son dolorosas y marcan la piel. Hay que cuidarnos entre nosotras para que no nos marquen el alma… para que podamos asumir la vergüenza que a una la atraviesa cuando una mano enemiga hurga entre tus nalgas y sin compasión te encaja un dedo o un pene en el ano o en la vagina. Hay que abrazarnos mucho y repetirlo para convencernos, que nosotras no somos culpables de que nuestros sueños representen un desafío para los que mandan. Para estar seguras, íntimamente seguras, tenemos que saber que esas cosas suceden, que nosotras no las merecemos y que no nos matan. Es suya la vileza de las manos que apretaron nuestros pezones hasta casi sangrarlos, son nuestros los senos desconcertados donde se esconde el corazón. Y en el corazón queda viva la convicción de que haremos todo lo que podamos porque esas cosas ya no pasen.

Compañeras, ¡qué bueno que ustedes están hablando de todo lo que acaba de pasarles! Que bueno por ustedes y que bueno por nosotros, por los que no hemos sido deportados y que aquí estamos, presenciando atónitos como se desborda la brutalidad estatal que quiere convertirse en la norma del trato del gobierno. Qué bueno por ustedes porque hablar hace mucho bien. Contar la horrible experiencia que se ha vivido, hasta donde una quiera y pueda, permite que fluya el mal de la angustia y el miedo que quieren inocularnos. Ser capaz de sentir compasión por los demás tal como ustedes están haciendo al hablar de los que les pasó también a otros, es una extraordinaria manera de mostrarse a sí mismas que la solidaridad no se puede ahogar a garrotazos. Me retumban en el pensamiento las palabras que expresa Valentina quien afirma que la visión del anciano dramáticamente golpeado y vejado “es algo que no puede quitarse de la cabeza”. Yo durante mucho tiempo no podía quitarme de la cabeza las bajezas que presencié en los sótanos de la Policía Nacional en San Salvador. Han vivido momentos duros de olvidar, quizá imposibles. Ahí la cuestión, al menos para mi, fue construir dentro mío un lugar donde poner esos recuerdos para que no lastimen, porque con el tiempo se aligeran, jamás se borran. Ustedes, estoy segura, encontraran también su ruta para crecer y atravesar la inquietud que, seguramente, hoy las aprieta.

En solidaridad, y con ustedes en pensamiento y corazón, las abraza mucho.

Raquel Gutiérrez.

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